Julio, 2003
Era de noche, alrededor de las 7. El clima
como de costumbre en esas fechas era frió y húmedo, no era mi favorito. Durante
muchos meses había estado meditando en cuanto a la posición en la que me encontraba,
era algo como estar varado en alta mar o atrapado en un tráfico, o simplemente
como dicen ahora “estar en nada”.
Cuando Dios te quiere hablar Él lo hace de
muchas maneras, la más común es por medio de las escrituras pero también puede enviar
a alguien para que te comunique el mensaje, siento que esta manera es una
muestra generosa de su gran amor. Pero ¿Qué pasa si a pesar de estas muestras
de amor, nosotros aun no vamos por el camino que deberíamos? Yo creo que a veces
Él tiene que usar herramientas más poderosas para hacernos entender y me da un
poco de pena pensar que no respondí al primer llamado como debí hacerlo y tuve
que ser llamado de otra forma. Así que ahí estaba yo en una noche fría y
cotidiana, había recibido la visita de un hermano amigo de la familia a
invitarme a hacer algo por mi vida, algo que cambiaría el curso de ella por
completo, algo que solo a las 19 años puedes reconocer como lo mejor que te
puede pasar como joven miembro de la iglesia. Pero como dije antes, a veces los
ángeles que Él envía no son suficientes. Me hallaba meditando vagamente y sin
cuidado sobre aquellas palabras de aquel hermano robusto, veterano de la
iglesia, amigo de la familia, y con el poderoso nombre que lo definía al llegar
a nuestro hogar: “maestro orientador”, un título lamentablemente muy
subestimado.
Estaba en el segundo piso de mi casa, piso
que por lo general se encontraba vacío, lleno de recuerdos hermosos y felices que
la vida pasada nos había dejado antes de que las cosas cambien. Estaba sentado
sobre la cama viendo una película que no recuerdo. La luz del pasadizo próximo estaba
prendida, y la habitación solo era iluminada por la luz de la televisión. Fue
en ese momento, mientras me cobijaban unas frazadas y me alimentaba con algunas
bocaditos, que la habitación se puso en silencio, mis oídos no prestaron atención
a ningún otro entretenimiento, empecé a sentir un ligero ardor en el pecho y escuche
una voz suave y apacible que hablo no solo a mi mente sino a mi corazón y me
dijo: -“Mira a tu alrededor”, inmediatamente gire mi cabeza y observe las cosas
que poseía, la ropa que vestía, los alimentos que comía, la casa donde me
alojaba, las personas con quien vivía. Presencie cada detalle desde la perspectiva
que Dios deseaba que lo hiciera, y pensé en mi madre sentada en el 1er piso
viendo algún programa de televisión, pensé en mi hermano y en mi abuelo que aun
tenia a mi lado, fue después de este rápido escaneo que esta misma voz continuo
hablándome y dijo con una amorosa reprensión: “¿Cómo puedes ser tan
desagradecido?”, fue entonces ahí que me di cuenta; el ardor en mi pecho ya no
era ligero sino más bien era como una explosión de emociones, de gozo pero a la
vez de tristeza por darme cuenta que verdaderamente todo ese tiempo había sido
desagradecido con mi Padre Celestial. El me hizo ver que tenía comida, tenía
abrigo, tenía una casa y más importante aún que había nacido dentro de un hogar
al cual yo aún considero perfecto, no puedo negar que la mayor bendición que tengo
en mi vida era la de haber nacido dentro de esta grupo de personas maravillosas
a quienes tengo el honor de llamar familia. Había recibido mucho y era poco lo
que había hecho. Había sido enormemente bendecido y no lo sabía. Al instante de
darme cuenta de ello, hice algo que nunca había hecho antes a solas, me
arrodille al borde de la cama y trate de orar a través de mi llanto pidiendo perdón
por haber pensado en otras cosas que no eran las que el Señor esperaba de mi a
los 19 años y que si había alguna razón que aún no conocía para poder servirle,
al menos yo ahora conocía una y era que no podía ser desagradecido con El. Mi oración
termino con una dulce calma y a pesar de no tener ni una idea de lo que me
esperaba detrás de aquella decisión que tome, baje a la sala y acompañe a mi
madre unos minutos aun procesando la idea, y en un tono muy tímido le dije : -Mamá,
me voy a ir a la misión. Ella no me creyó, me dijo que dejara de bromear, y es
que ya muchas veces había puesto en claro que no lo haría. Esta vez no fue así,
cuando se dio cuenta que estaba verdaderamente decidido, me abrazo fuertemente
y lloramos juntos. Los siguientes días fueron mucho más felices, llenos de gozo, de seguridad en el futuro y
una confirmación de que era el camino correcto.
El Señor me ha visitado muchas veces, ha hablado
conmigo y confirmado muchas otras cosas. Creo que le debo mucho al permitirme oír
su voz y explicarme el plan que tenía para mí y de permitirme usar mi albedrío de la manera más justa posible. Él vive, El me hablo, respondió una pregunta en
mi corazón secretamente guardada. Y aun hoy le agradezco aquella hermosa conversación.