Marzo 4, 2004
“Primer
día en el CCM”
Había pasado algunas horas desde que fui
apartado como misionero de La iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días, fue tanta la emoción de aquel acontecimiento que me quede dormido en el sillón
de mi sala, en donde inusualmente, en esta ocasión se llevó a cabo dicho
momento. Fue el nerviosismo, ansiedad, y esos sentimientos que aun a los 19
años no conoces, que me dejaron durmiendo por unas cuantas horas antes de
levantarme temprano con dirección al Centro de Capacitación Misional. Pensaba,
pensaba mucho, y más en que existen momentos
difíciles cuando tienes que decir hasta luego a alguien, siempre me gusta decir
eso en vez de adiós o incluso un clásico “chau”. Y es difícil con aquellos a
quienes tal vez no exista un “luego” después de esa despedida. Me toco
despedirme de mi Abuelo Celestino Horta, El pionero del evangelio en nuestra
familia, figura sabia y respetada en la familia, vecindario y en la iglesia, ya
a sus casi 94 años era imposible para mí no pensar que esta sería la última vez
que lo vería. Para mi sorpresa el decidió ir al CCM para despedirme, eso me
alegro.
Observaba las calles de la ciudad de Lima
detenidamente por la ventana del carro, para que al regresar trate de ver si había algún cambio en mi querida metrópoli.
En la mañana había caído una ligera llovizna, por el distrito de La Molina, esto
le dio un tono de melancolía a esta despedid y al llegar ahí, solo quedaba
despedirme de mis amigos. Estaba muy feliz por el apoyo que me habían brindado,
pero mi emoción de embarcarme en esta nueva misión disipo las ganas de sentirme
triste. Entre y deje mis cosas en mi nuevo cuarto y fui a un salón donde se
realizaban las charlas y reuniones dominicales, era un espacio abierto y grande
en donde reunieron a mis padres y mi abuelo. Fuimos presentados ante los líderes
y les explicaron que pasaría con nosotros en los siguientes 2 años. Rogaba
dentro de mi corazón poder tener algún consuelo sobre este distanciamiento con
mi familia, en especial con mi abuelo. Al despedirme no llore, tampoco mis
padres, y mucho menos mi abuelo, pero pude ver en su rostro lo orgulloso que
estaba de mí. Me acerque a abrazarlo y darle un beso en la mejilla y tocar su
cabeza suave y observar sus ojos celestes como su nombre, aquellos ojos que
siempre cargaron amor, sabiduría y mucha comprensión, me acerque a él y dijo a mi
oído: “Aquí te voy a esperar, hijo”, y proféticamente, así como muchas de sus
palabras en los años pasados que lo conozco, así sucedió.